domingo, 6 de febrero de 2011

Cajal y su cigarral de Amaniel

(Ponencia presentada por Antonio R. Fdez.de Molina en el Ateneo de Madrid el 25 de octubre de 2006, en el ciclo Cien Años del Nobel a Santiago Ramón y Cajal).


Uno de los últimos deseos de Cajal al final de su vida, fue pasar unos días en su muy querida casita de Cuatro Caminos. Pero no lo pudo hacer, pues cuando ya estaba todo preparado, su salud empeoró y falleció enseguida. A esta casita de Cajal iremos ahora para recordarle, recreando junto a ustedes su pasión por la naturaleza.

 

La gran aportación que hizo Cajal a la ciencia fue sin duda su idea de neurona, que es aún la esencia del concepto moderno de neurona. Cajal dio luz así a los tiempos oscuros en que se encontraban la anatomía y la fisiología del sistema nervioso en su época, e hizo posible que ambas pudieran avanzar desde entonces hasta hoy, guiadas por un claro y sencillo paradigma conceptual básico: el modelo de neurona que él había concebido. Modelo genial que Cajal creó porque supo ver bien la neurona, al elegir las técnicas y los métodos de trabajo oportunos, para evitar la espesura del bosque que no dejaba verla, de ese bosque que no deja ver el árbol, y mirar la neurona entonces una vez liberada del denso entramado que la ocultaba en los bosques de neuronas que hay en los tejidos nerviosos.

 

Esta capacidad de Cajal para la observación, así como su habilidad técnica, debieron de guardar estrecha relación con su pasión por el arte y por la naturaleza, y todas ellas a su vez, propiciar su vocación y éxito científicos. Ya el propio Cajal dijo una vez que a la ciencia no van más que los artistas, como nos recordó su nieta María de los Ángeles en otra celebración de su abuelo. El arte de Cajal fue el arte de imitar e interpretar la naturaleza, bien mediante la fotografía, que dominaba, o ya con la pintura y sobre todo con sus dibujos, siempre al natural, y de lo que nos ha dejado muy amplio y rico legado.

 

El amor que Cajal siente por la naturaleza, según nos confiesa en su libro Recuerdos de mi vida, se muestra ya desde su primera infancia. Contemplar la naturaleza era para Cajal una de las tendencias más destacadas de su carácter, de su espíritu. A ese Cajal niño le fascinaban los esplendores del sol, observar la magia de los crepúsculos, los cambios de la vida vegetal, la fiesta de la primavera, los misterios de los insectos, de las montañas. Siempre que podía, cuando sus estudios lo dejaban, andaba correteando por los alrededores del pueblo, explorando el terreno y disfrutando de la naturaleza. Fue entonces, nos cuenta Cajal, cuando también surgió su pasión por los animales, en especial por los pájaros.


De esta manera, a lo largo de su infancia, se van desarrollando las dotes de observador y las habilidades de Cajal. Valga de ejemplo, entre otros mucho que nos cuenta Cajal en sus Recuerdos, el ingenioso cuaderno con estampas, que redactó a los doce o trece años para sus amigos, con reglas prácticas para esquivar metódicamente las pedradas en sus frecuentes dreas con otros muchachos. Este cuaderno, perdido por desgracia, fue titulado por Cajal Estrategia Lapidaria, que quizá escribiera porque entre tanta pedrada, según nos dice, a veces le pasaba que habiendo recibido alguna en la cabeza antes de entrar a la escuela, luego al salir no se podía poner su gorra al haberle crecido entre tanto algún chichón.

Debo también señalar la feliz coincidencia de esta Estrategia Lapidaria de Cajal con el Lapidario de Alfonso X, cuya efigie, por cierto, preside con las de Cervantes y Velázquez la entrada de este Ateneo. El Lapidario alfonsí es la primera muestra del interés que el entonces heredero de Castilla, y luego Rey Sabio, sintió siempre por la naturaleza y por la ciencia. El lenguaje de este Lapidario es de una gran belleza, como nos muestra la edición de Sagrario Rodríguez. Así, por ejemplo, cuando al comparar la apariencia de los minerales con fenómenos de la naturaleza, dice que a uno de los vitriolos lo llaman estrelleño porque brilla como las estrellas. Tomo ahora esta palabra, pues no solo la propia neurona es estrelleña, con el chisporroteo de sus potenciales eléctricos, sino también estrelleña el agua que baña la serena Estatua de la Sabiduría, en el centro de la Fuente de Cajal en el Parque del Retiro. En la inauguración de este monumento, que se levantó por iniciativa de sus compañeros al jubilarse en la Universidad, Francisco Tello, su más íntimo colaborador, leyó unas palabras de cortesía de su maestro, entre las que dijo Cajal: “Madrid tierra de amigos”. De esta manera expresaba su gratitud al pueblo madrileño, siempre afable y abierto a todos.


Fuente de Cajal en el Paseo de Venezuela del Parque del Retiro (Foto AFM, 2007).


Cajal pasó la mitad de su vida en Madrid, donde se estableció con 42 años al ganar su cátedra de San Carlos en 1892. Aunque venía de Barcelona, donde en muy pocos años había llevado a cabo la mayor parte de los trabajos que le permitieron establecer su idea de neurona, fue sin embargo en Madrid donde la consolidó; en Madrid donde realizó su monumental estudio sistemático de la anatomía fina del sistema nervioso; en Madrid donde hizo escuela, publicó sus principales libros y desarrolló su política científica; Madrid, en fin, el escenario de su triunfo y donde fue mostrado al mundo. Aquí en Madrid, Cajal desarrolló una actividad muy intensa, no sólo por su considerable labor científica y académica, sino por los múltiples compromisos de muy variado carácter que tuvo que atender, en España y en el extranjero. Fue así que al poco de llegar a Madrid Cajal quiso de nuevo disfrutar de la naturaleza como había hecho siempre, y empezó a dar paseos por los alrededores de la ciudad. Estos paseos y sus tertulias de café fueron sus distracciones favoritas en Madrid. Según nos cuenta él mismo, a Cajal le gustaban  mucho los alrededores de Madrid. El Retiro, la Moncloa, la Casa de Campo, Amaniel, la Dehesa de la Villa y el Pardo, son de lo más pintoresco que poseemos en España, nos dice Cajal.

En estos paseos por las afueras de Madrid, debió Cajal empezar a ilusionarse con tener una pequeña casa en algún lugar apartado con vistas a la sierra. Y la ocasión se le presentó al volver del viaje que hizo a los Estados Unidos, en el verano de 1899, invitado por la Universidad Clark de Massachussets, cuando ya era una autoridad destacada en el mundo de la ciencia. Este largo e incómodo viaje, que hizo con su mujer y que resultó muy caluroso, junto al apretado programa durante su estancia, quebraron su ya frágil salud,  convaleciente como estaba de las incómodas secuelas que le había dejado la manigua cubana, cuando sirvió allí como médico militar; además, en este viaje a América debió tener muchas ocasiones para poner bien a prueba sus delicados nervios y su profundo patriotismo, aun caliente el Desastre Colonial. Cómo no sería este viaje para Cajal, que al poco de regresar, durante el otoño y el invierno de aquel año, su corazón se resintió, y Cajal se quedó asténico y con el ánimo abatido. Al encontrarse de esta manera, le entraron muchas ganas de irse al campo y hacerse de una vez su casita en las afueras de Madrid. Una casa donde pudiera ver la sierra de Guadarrama desde sus ventanas y mirar a sus anchas el cielo y las estrellas por la noche y recuperarse con calma, tranquilamente, con la ayuda de la naturaleza.

De los sitios que había conocido en los alrededores, supo elegir con acierto uno de los cerros junto al puente de Amaniel, en un apacible lugar abierto a la sierra y a la Moncloa, que era casi todo campo, con algunas casas y huertas aisladas, aún sin urbanizar y cerca de las entonces barriadas obreras de Bellasvistas y Cuatro Caminos. Aquí y con todos sus ahorros compró una pequeña huerta y mandó hacerse su modesta casa. La fachada con vistas a la sierra, a la que luego sería la Calle Almansa, tenía dos plantas y sótano, y era la entrada principal; y en la fachada a mediodía el sótano hacía de planta baja, pues la parcela estaba en declive. En este lado, que lindaba con el canalillo, se hizo escalonado la mayor parte del jardín, así como un emparrado y un pequeño invernadero. El canalillo era como llamaban a la acequia que se había hecho para aprovechar el agua sobrante del Canal de Isabel II; canalillo que pasaba junto a la casa de Cajal, serpenteando las lomas de Amaniel y de la Dehesa de la Villa, para regar las huertas del lugar y parte de la rica arboleda que pocos años antes se había plantado por allí.

Toda esta zona, estaba entonces en el extrarradio y algo retirada, pues el ensanche de Madrid que ya avanzaba en otras partes, apenas había empezado por el norte de la ciudad, pues lo impedían, entre otras barreras, varios cementerios. Pero con todo, los domingos y días de fiesta, y cuando el tiempo acompañaba, venía mucha gente de Madrid a disfrutar en la Dehesa y en los populares merenderos de Amaniel, y en el canalillo y la arbolada, y de las huertas y las bellas vistas. Y en este ambiente campestre y tranquilo disfrutaba Cajal, combinando, como él nos dice, su ansiada ración de infinito con la bulliciosa alegría festiva del gentío. Aquí en esta casita, a la que también llamaba su cigarral de Amaniel, se instaló Cajal con su familia para recibir el siglo XX. En ella vivió entonces dos años, durante los que no dejó sus clases de San Carlos, a donde iba en esa época en coche de caballos -en un simón.

En su cigarral de Amaniel y en plena naturaleza, pronto comenzó Cajal a entonarse, respirando el aire tan sano del lugar y los aromas silvestres, de manera que su salud mejoró notablemente. Una vez restablecido y durante el resto de su vida, Cajal siempre que pudo se retiraba a su casita de Cuatro Caminos para disfrutar de la naturaleza, pasear por el campo, y dedicarse a las diversas aficiones que tenía, como observar el firmamento por la noche con su telescopio, hacer fotografías, o cuidar el jardín y la huerta. Cultivando judías, por ejemplo, de lo que nos da consejos, como sembrarlas cada 12 ó 15 días, para tener siempre tiernas; hacerlo cuando pasan los fríos, después de marzo; desmenuzar la tierra una vez nacida la planta; calzar sus pies con tutores, etc.

Otra de las aficiones a las que se dedicó Cajal en su cigarral fue a investigar sobre la psicología de las hormigas. Su interés por la psicología ya se manifestó cuando estuvo en Valencia, con sus conocidas experiencias de hipnotismo; y lo que hoy llamamos los procesos mentales fueron una de las principales guías del trabajo científico de Cajal durante toda su vida. Su interés por los insectos, las moscas, las hormigas, etc., le llevó a realizar numerosos estudios histológicos, entre los que destacan sus ya clásicos trabajos sobre el ojo y la retina de estos animales que hizo al final de su vida.

La afición de Cajal por la psicología de las hormigas pudo estar influida por su estrecha relación con Forel, que era una de las mayores autoridades en ese campo, y con quien había tenido ocasión de intimar en sus largas conversaciones durante la travesía en barco que hicieron juntos a América, invitados por la Universidad Clark. En su cigarral de Amaniel, dedicó Cajal muchos ratos a la observación de la conducta de las diversas variedades de hormigas que había por allí, llevando a cabo varios experimentos con el ánimo de precisar la relevancia de sus diferentes órganos sensoriales. Ocupado en estas labores mirmecológicas, pudieron verle con deleite sus familiares, ya pintando de colores a las hormigas con un pincelito para distinguirlas, o tapándoles los ojos para ver cómo se las apañaban, o poniéndoles palitos o rejillas en su camino, o siguiéndolas a oscuras o con ésta o aquella luz, en fin, modificando las condiciones experimentales para valorar los distintos efectos de tales cambios ambientales y perceptivos en las hormigas. Debió disfrutar mucho allí Cajal.

Permítanme ahora un breve comentario sobre cómo se le pudo ocurrir a Cajal llamar cigarral a su casita. La única referencia que nos deja Cajal en sus escritos sobre los cigarrales, aparte del suyo, es para sorprenderse de cómo Bartolomé Gallardo fue capaz de escribir en pleno invierno en el cigarral de la Alberquilla; ni los prelados toledanos lo harían, asegura Cajal, que sólo debieron ir en primavera y otoño. Por lo demás, ni nos habla de los Cigarrales de Toledo de Tirso de Molina; ni consta que tuviera particular relación con Benito Pérez Galdós, gran amante también de Toledo y de sus cigarrales, con quien pudo acaso coincidir en algún paseo por la Moncloa o en el Cerro Pimiento; ni cuando Cajal escribió sus Recuerdos, que es donde habla de su cigarral, Marañón, uno de sus alumnos, no había comprado aún el suyo, el cigarral de Menores.

Y aunque los cigarrales, ya se sabe, son propios de Toledo, no es Cajal el único que se hizo un cigarral en otro lado. En cualquier caso, recordemos por Cajal, que Madrid es hija de Toledo, y si no podemos disfrutar en Madrid de su bella vista, que es el alma del cigarral, que mira a Toledo, como dice Marañón en su Elogio y Nostalgia, desde aquí miramos a Toledo con el corazón. Cabe pues en Madrid el cigarral de Cajal.

Al poco de acabar la guerra civil, Cajal ya había muerto antes, en 1934, su hijo menor Luis y su familia fueron a ver cómo había quedado la casita del abuelo en Cuatro Caminos. Se lo encontraron todo asolado: la casa, el jardín, el invernadero; hierros retorcidos, cristales rotos, muros reventados, paredes ahumadas. Y lloraron juntos de pena, recordando los muy buenos ratos que habían pasado allí en familia. Lo que quedó de la casa tuvo que ser vendido en esos años difíciles y ahora el lugar es un pujante barrio residencial, junto a la Universidad Complutense.

Y antes de acabar, permítanme expresar mi gratitud a todos los que me han ayudado con esta  ponencia: a Angelines Ramón y Cajal, por facilitarme valiosos datos inéditos de su abuelo y por autorizarme las citas; a Adolfo Ferrero, secretario de la Coordinadora (de asociaciones de vecinos) Salvemos la Dehesa, por su aliento y por conseguir localizar la ubicación exacta del Cigarral de Cajal en el Registro de la Propiedad, gracias a lo cual sabemos ahora que esta casa estuvo en el actual número 73 de la Calle Almansa, haciendo esquina con la Avenida de Pablo Iglesias; a María Ángeles Langa, bibliotecaria del Instituto Cajal del CSIC por su estímulo y por su ayuda; y por último a Santiago Arenas, un viejo vecino de Cajal en la calle Almansa, que aunque no llegó a conocerlo sí recordaba una foto suya que vio en su escuela de Cuatro Caminos, cuando era niño, en la que Don Santiago había escrito una máxima, de la que sólo recordaba el final, pero que siempre fue, me aseguraba emocionado, toda la ciencia que él supo, y es que en España igual que los ríos se pierden en el mar, los talentos se pierden en la ignorancia.

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Antonio R. Fernández de Molina, Cajal y su cigarral de Amaniel. En: Antonio R. Fernández de Molina (coord.), Ponencias de médicos del Hospital Universitario Ramón y Cajal en el Ateneo de Madrid en homenaje a Cajal. Madrid: Fundación para la Investigación Biomédica del Hospital Universitario Ramón y Cajal; 2008. Pág. 51.






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